jueves, 16 de abril de 2009

Sabor a Indigo

Sinceramente, lo admito: no me gusta cocinar. Pero uno piensa a futuro y dice “¿Qué voy a comer cuando tenga que vivir solo?”. Y la respuesta no puede ser “pan, arroz y agua”. Así que motivado más por la necesidad que por la curiosidad de a poco empecé a incursionar en la cocina. Ya me había ido de viaje dos veces y las dos veces me recontra cagué de hambre. Había que aprender. Cueste lo que cueste.

Con dicho plan tozudo en mi mente me dispuse a poner manos en la masa. Los primeros días fueron de reconocimiento y cooptación de personajes nefastos, los cuales necesariamente deben ser nuestros aliados: varios cuchillos, una cuchilla, una minipimer, 2 ollas, 1 sartén y 3 pizzeras. A lo último se adicionó la tostadora eléctrica. Sumado a mis aliados, tenía 3 actitudes psicológicas características del índigo que para nada me ayudaron (ni me ayudan):

1. Facilidad para el divague: tengo que estar cocinando ‘x’ comida y estoy pensando en aquel delantero africano que tenía Independiente allá por el noventa y pico.

2. Adoración por el fiambre: Pensamientos del tipo “ya fue, si se me quema de vuelta, agarro pan y mortadela” invaden cada segundo de mi estadía en la cocina.

3. Previsión al pedo: siempre pongo un poco más de algo por las dudas.

Por ende, para entender lo que le sucede a un índigo en la cocina, es necesario es tener en mente los tres puntos anteriores. Dicho esto, intentaré dar un breve repaso de mis experiencias culinarias:

- Las primeras veces que pelaba una papa me daba impresión: en mi mente se dibujaba la cara de Juan Topo, y el continuo pelado me recordaba la cabeza de ese entrañable personaje. Muy extraño. Luego pude superarlo.

- Al cocinar fideos, hasta el día de hoy me mantengo alejado de los fideos tirabuzón: porque siempre se me pasan y terminan desenrollándose.

- Media taza de arroz para una persona siempre me parece poco. Siempre pongo un poco más por las dudas. Ese "por las dudas" equivale a 3 platos y medio.- Al cocinar carne en la plancha, una estela de humareda invade todos los recodos de la casa. Y siempre sale más humo del que le sale a mi vieja o a mi abuela cuando hacen churrascos. Siempre

- Las papas fritas no las frío: directamente las sumerjo en un mar de fritura, ya que siempre pongo más aceite del que debería.

- La tostadora eléctrica es mi carta de poker. Prácticamente recaliento todo ahí: mi vieja se agarra la cabeza cuando ve porciones de pizza, fainá y hasta empanadas saltando por los aires desde lo más recóndito de la tostadora. Ahora cada vez que se tuesta pan, sale un olor a queso quemado y aceite terrible, ya que la rejilla interna contiene los restos de mis crímenes.

- Muchos platos que preparo se me terminan quemando, ya que me cuelgo y me olvido de “relojear” la comida a ver cuando está lista para retirar del fuego o del horno.

- Cuando hago pizzas, siempre se me rompe la “montañita” de harina cuando le agrego el agua y la levadura. SIEMPRE. Ergo, todo el engrudo termina desperdigado por los pisos de la cocina.

- He llegado a confundir la cebolla con un ajo. Y un zapallo con una calabaza. Y un ají con un morrón.

- Aún no he podido entender las relaciones de poder que se teje entre el carbón, el papel de diario, el fósforo y la carne. Tengo firmes sospechas de que por algún proceso metafísico que escapa a mi conocimiento, el papel de diario entra en comunión con el carbón y por magia divina cocina la carne. De hecho, la única vez que hice un fuego fue junto con un índigo amigo y colaborador de este blog. Tardamos 3 horas en prender el fuego y cocinar unos patys. Tristísimo!
PD: Era el palomo Luzuriaga

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